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viernes, 18 de noviembre de 2011

ISTAMBUL
( A Cecilia, para que una vez por todas se convenza de viajar)
Recuerdo esa tarde en Viena, cuando tarareaba una melodía que me recordaba los amaneceres en la casa de la Floresta, llenos de luz, de olor a “Chula”, escuchando al padre de José Andres cantar como un pájaro entre los pepetos. Todos esos sábados eran sábados de gloria; el estéreo de mi padre giraba al ritmo de los elepés.
Por la tarde lo clásico se convertía en bohemio, tras escuchar muchas veces el álbum antología de Juan Manuel Serrat, la frase de Algeciras a Estambul sembró una semilla de curiosidad por conocer esta ciudad que muchos me la describieron como encantada.
Nunca pensé tomar la decisión de conocer Estambul en menos de lo que canta un gallo, pero ya Mayel me había dicho lo enamorada que quedo en su primera visita, no tenía la más remota idea de lo que los sentidos serian capaces de degustar. Llegue a Estambul en un vuelo de Iberia con más de 2 horas de vuelo desde Zúrich, cansada de la madrugada, una de las cosas que menos gusto del viaje, pero que hago con gusto por la emoción del mismo. Al llegar nos esperaba un taxi con música de Pera lounge, el cual nos transportaría hasta el hotel en la zona de Aya Sofia, el centro histórico de Estambul. Mi primer acercamiento con esta ciudad fue el impactante rojo de su bandera exhibida por toda la carretera que conduce hasta el centro. Cientos de banderas turcas se movían con el viento que soplaba desde el mar. Los barcos estancados esperando el turno para pasar por el estrecho del Bósforo, legendario paso de la ruta de la seda, donde quien sabe cuántos fardos de telas, especias, quereres, guerras, Alejandros y laberintos de sentimientos cruzaron por aquí.
Dejando los trastos en el hotel, y caminando un breve espacio me encontraba entre un complejo monumental de edificaciones magnificas. Un crisol de estilos, imágenes que había visto muchas veces en fotografías, espacios de oración y recogimiento que en alguna época fueron refugio de paz para muchos hoy convertidos en santuarios para los viajeros, los fotógrafos, los japoneses, los vendedores de suvenir, los transeúntes. Estaba dentro de una película alternativa, mi propia película, mi vida en Estambul
Al lado de Santa Sofía se dan cita una cantidad de guías turísticos cuyo deporte principal es tratar de adivinar de dónde vienes y para dónde vas, competencia por intentar de adivinar por tus rasgos que país te respalda. ¿Española?, ¿Brasileira? Sin poder adivinar que este día la convención de Ginebra proclamaba a nuestro paisito con la medalla de oro entre los países más peligrosos del mundo.
El ‘asr, la oración de la tarde cantada con casi gemidos desde los altoparlantes de las mezquita azul interrumpieron mi tristeza por pertenecer a esta raza de personas sin alma y me recordó que no todos son asi, que aun existe gente buena y de buena voluntad aunque las estadísticas digan lo contrario se esmeran por halar la carreta.
Así me vi en medio de una mezquita, entre los feligreses, con la cabeza cubierta y en un acto de fe, pensaba en las miles de familias afectadas por los fenómenos climáticos. Estaba allí con el privilegio que me daba mi pasaporte y me situaba entre los hombres por no ser local, de lo contrario hubiese orado en un atrio aparte para mujeres con pañuelos de seda anudados artísticamente alrededor de la cabeza y hablando por celular.
No hay palabras que describan los colores, los aromas, las sensaciones, los ritmos, el gemido del llamado al Salat, los sabores, el golpe del viento, las imágenes de los pescadores, la personalidad del fin del mediterráneo. Me permitiré guardar en mi memoria esta melancolía de no poder visitarte Estambul cada vez que necesite una dosis de paz.
Pronto después de bajar por la calle de los tranvías y detenerme para contemplar el mar, ese que une dos continentes, atravesar otra mezquita, finalmente llegue al mercado de las especias. Los olores, los colores de los polvos, las pipas, los cristales, salir y luego esa sensación de caminar con la Nikon por las callejuelas entre miles y miles de personas me brindaba imágenes dignas de una exhibición. Esta ciudad me ofreció de todo, pero más que nada esa personalidad de ciudades sensuales, ciudades con alma y espíritu, esas ciudades que dejan huella, que encarnan esa sensación de incertidumbre y miedo por no saber si regresaras. Una ciudad que me dejo la huella de querer regresar, amar, comer, disfrutar, caminar, bailar, conjugar sus colores, sabores y dejarme llevar por esa magia que solo ella sabe mezclar. Espérame Estambul, piensa en mí, algún día volveré, a recorrer tus calles, a llorar de melancolía, a despertar con la melancolía del Subh al alba, regresare a caminar tus calles, a fotografiar tu gente a sentirme enamorada de algo atemporal sin rostro fijo, una ciudad que me atrapo desde el primer día
Istambul merece la pena

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